Conócete a ti mismo

Conócete a ti mismo. Esta frase tan sencilla y tan obvia esconde una profundidad inabarcable para la mayoría de las personas. En este artículo Moisés, nuestro colaborador en la redacción de artículos del blog, nos acerca a una reflexión exquisitamente redactada y llena de simbolismo sobre el autoconocimiento y el autocuidado.

Siento frío.
«No despiertes.»
«¿Qué?»
«Sigue así. Como hasta ahora. No despiertes.»
«Pero el frío…»
«Es el menor de los males. No despiertes.»
«No puedo… Tengo mucho frío.»
«Lo sé.»
Abro los ojos y aguardo mientras mi vista se vuelve nítida, mientras se despoja del manto de sueños… Pero no sucede. No son mis ojos; es real. Apenas sobrevive una luz mortecina, frágil, entre la oscura penumbra que habita hasta donde alcanza mi vista y la niebla húmeda y sucia que se desliza por doquier.
–¿Dónde estoy? –pregunto mientras observo a mi alrededor.
«Tenías que haberme escuchado… Te avisé.»
De pronto, descubro que apenas unos jirones de ropa recubren mi cuerpo. Estoy desnudo.
–El frío… –susurro–. ¿Dónde estoy? –pregunto de nuevo.
«¿Aún no lo sabes? Tenías que haberme escuchado…»
El frío es todavía más intenso en los pies… Tanto, que casi ni los siento. Los miro y me estremezco al descubrir que el suelo está cubierto de cristales. Por todas partes no hay más que cristales rotos…
–¿Qué es esto? –digo mientras me arrodillo para observarlos más de cerca. Recojo algunos fragmentos y los sostengo sobre la palma de mi mano–. Me resultan familiares… –musito.
«Los conoces. Cada uno de ellos…»
Los observo más detenidamente y, de repente, un escalofrío recorre mi cuerpo. Instintivamente, los arrojo al suelo y me pongo en pie de nuevo.
«¿Ya lo sabes? Son más tuyos que de nadie…»
Me miro la mano. «Me sangra…» Al igual que las rodillas.
«Los cristales se clavan.»
–No… No me he dado cuenta –digo titubeando.
«Te lo he dicho. Son más tuyos que de nadie.»
Vuelvo a mirar al suelo. «¿Míos…?» No alcanzo a ver un solo lugar sin ellos. «Están por todas partes…»
–No entiendo nada –murmuro–. ¿Qué son?
«Fragmentos.»
–¿De qué? –insisto, sin entender nada de lo que está sucediendo.
«… Tuyos.»
Varias lágrimas resbalan por mis mejillas antes, incluso, de que me dé cuenta de que estoy llorando.
«Ahora lo sabes. Deberías haberme escuchado.»
–¿Dónde… dónde estoy? –logro preguntar con apenas un hilo de voz.
«Donde siempre has estado.»
Miro a mi alrededor; pero sólo veo desesperación, soledad… vacío.
«¿Acaso esperabas estar en otro lugar? ¿Lejos de aquí? No puedes. Nadie puede… Nadie puede escapar de sí mismo.»
–¿Y tú? –sollozo–. ¿Qué haces tú aquí entonces?
«Yo estoy aquí contigo, hermano mío. Nací contigo y estaré siempre contigo… Hasta el final.»

Conócete a ti mismo

Las palabras del oráculo, inscritas en el vestíbulo del Templo de Apolo en Delfos, constituían una señal de advertencia para todo aquel que encaminaba sus pasos hacia el interior del recinto sacro en busca de sabiduría.

La pitia, antes siquiera de recibir pregunta alguna, ya impelía a quien a ella acudía al conocimiento de un mundo con frecuencia ignorado. Consciente de la exagerada inclinación del hombre por llevar la vista hacia lo que le rodea, advertía observa dentro de ti, conócete.

Miles de años más tarde, y más allá de su recuerdo en la piedra, el eco de estas palabras todavía perdura, llamando a todo ser humano a un desafío digno de la mayor de las atenciones. No en vano, muchos de aquellos que, a lo largo de la historia, han destacado por su sabiduría se han percatado de que el equilibrio, la paz y la sensación de plenitud se alcanzan transitando caminos del mundo interior, no del mundo exterior.

Antes de comenzar esta andadura, no obstante, conviene preguntarse hacia dónde deberían encaminarse los pasos, cuáles deberían ser las primeras lecciones en el conocimiento de uno mismo. La respuesta a este interrogante, no por evidente sencilla, es que, antes de nada, resulta necesario aprender el lenguaje con el que el mundo interior se comunica.

Un mundo interior que se encoge, tiembla, se expande, se desliza y enajena, capaz, como una fuerza de la naturaleza, de dar forma a todo lo que le rodea. Un mundo interior que se expresa, no con palabras, sino mediante estados emocionales, dentro de los cuales no caben bien ni mal, sino sólo necesidad.

De esta forma, por tanto, al igual que el dolor físico constituye una señal necesaria para el cuerpo, no un mal en origen, cada uno de los estados que constituyen el alfabeto mediante el cual se comunica la psique no son, en esencia, ni buenos ni malos, sino tan sólo necesarios.

No suelen ser, sin embargo, aquellos estados emocionales que provocan serenidad o placer los que más trastornan al ser humano. Este oscuro privilegio, por el contrario, lo ostentan otros de sus hermanos, más ancestrales, incluso, que la propia humanidad y que suscitan sensaciones tales como el desasosiego, la incertidumbre o la pérdida de control.

Para aquellos que han conocido el miedo en su vida la mera mención de su nombre suele bastar para, en ocasiones, helar la sangre. Esta emoción primaria, derivada de la aversión natural al riesgo o a la amenaza, se desencadena frente a la inminencia de un peligro, ya sea éste real o imaginario.

Originado en el complejo-R y el sistema límbico del cerebro, el miedo produce cambios fisiológicos inmediatos tales como el incremento del metabolismo celular, de la presión arterial, de la glucosa en sangre, de la actividad cerebral y de la coagulación sanguínea. Al mismo tiempo, asimismo, causa la detención del sistema inmunitario, al igual que de toda otra función no esencial, aumenta el flujo de sangre a los músculos mayores y acelera el ritmo cardiaco.

Estas alteraciones, u otras omitidas, como la dilatación de las pupilas, responden a una necesidad esencial y primaria de supervivencia, a un mecanismo evolutivo de defensa y preservación. De este modo, por tanto, y siempre y cuando su razón no se haya visto deformada por la psique, no cabe observar este estado emocional de forma negativa.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que este miedo se desliza por los caminos de lo patológico y de la desproporción, dejando de lado su faceta adaptativa útil y dando lugar a lo que se conoce como fobia.

En estos casos, la mente, superada, imagina un monstruo y lo encadena frente al miedo, originando un terror estático para el que tanto la racionalidad como el esquema de supervivencia se desmoronan. Así, frente al objeto de la fobia, sea el que sea, no cabe otra opción que la pérdida de control, la cual se manifiesta en términos fisiológicos, mentales y conductuales.

Ante esta caja de Pandora, cabe preguntarse dónde se encuentra exactamente su mencionada necesidad para el ser humano. Lejos del pragmatismo inmediato del miedo, baste decir, por el momento, que la mente, en un intento por lidiar con lo que se extiende más allá de sus capacidades, lo innombrable, se ve abocada a dar a luz a monstruos para evitar males mayores.

No siempre los monstruos creados por la mente tienen un rostro propio, como sucede en el caso de las fobias. A veces, su rostro es un espejo; otras veces, simplemente, no tienen rostro alguno.

El miedo al miedo o el terror sin razón alguna definen aquello que se conoce como pánico. Más alejado de la compresión, más informe, este estado se desata de manera súbita e inesperada, llevando hasta los límites del terror a quien lo padece.

La taquicardia, la dificultad para respirar, los temblores o los mareos se presentan de forma inmediata e intensa, pero no así su causa. La mente no reconoce el rostro del monstruo al que teme y, ante esto, sólo le resta huir, huir de absolutamente todo.

Si los síntomas del pánico, y de sus ataques, se caracterizan por su explosión, breve e intensa, aquellos relativos a la ansiedad lo hacen por sobrevenir de manera gradual, más moderada y extensa en el tiempo.

La ansiedad, al igual que el miedo, constituye un mecanismo de defensa del organismo frente a estímulos externos o internos percibidos por el individuo como amenazantes o peligrosos. A diferencia del miedo, no obstante, esta reacción no responde a una amenaza inminente, sino que es una respuesta anticipatoria frente a una amenaza futura.

El temor frente al que responde la ansiedad, de esta forma, resulta, cuando menos, difuso, lo que no en pocas ocasiones facilita una deriva de su adaptabilidad hacia la patología. Cuando esto sucede, aquello que debería ser útil y pasajero se torna, por el contrario, en debilitante y pegajoso.

Rara vez este descenso se evidencia a quien lo transita. Sin embargo, para el que encamina sus pasos por él, el desasosiego debilita hasta la extenuación y se adhiere de tal forma que parece deslizarse por debajo de la piel.

A través de la angustia, por una parte expectativa del trauma por venir y por otra repetición amenguada del mismo, la psique responde así, una vez más, frente a otro temor sin rostro, frente a otro encontronazo ante el cual todas las palabras se detienen y todas las categorías fracasan.

La nada, irremediablemente, atemoriza a todo aquel que la observa. Y, fruto de ésta, la angustia fluye entre pasado, presente y futuro. Cambia el momento, pero no la emoción; cambia la persona, pero la angustia, universal, permanece.

Estados emocionales como el miedo o la ansiedad, así como también, de manera consecuente, sus deformaciones, se asientan sobre un sustrato común, ampliamente reconocido a día de hoy aun habiendo sido bautizado tan sólo a mediados del siglo XX: el estrés.

Derivado del vocablo inglés stress, tensión, este término denomina una reacción fisiológica del organismo en la que entran en juego diversos mecanismos de defensa para afrontar una situación de demanda incrementada. Este hecho, mientras que en su faceta positiva constituye un proceso natural y habitual de adaptación circunstancial, en su faceta negativa, superado el potencial de homeostasis, conduce a la fatiga y al desequilibrio tanto mental como físico.

El término original empleado para nombrar este estado, proveniente de la física de medios continuos, define así, de manera precisa, una condición que en circunstancias suficientemente desfavorables puede conducir a la ruptura de la persona.

Miedo, fobia, pánico, ansiedad, angustia… Conviene recordar que todos estos estados emocionales, y más, obedecen puramente a una necesidad de la mente y que, al mismo tiempo, conforman el lenguaje propio mediante el cual ésta se comunica. Cuando acontecen, pues, no son el mal, sino un mensaje. Un mensaje que constituye una puerta hacia el mundo interior y al que, por tanto, conviene atender cuidadosamente.

Ante los ojos de aquellos dispuestos a aprender, de este modo, se encuentra el oráculo tallado en piedra hace miles de años, esencia de la primera etapa de uno de los viajes más desafiantes que cualquier ser humano puede emprender. Conócete a ti mismo se instaura, así, como el primer estadio de una trinidad vital que, siglos más tarde, Agustín de Hipona formularía en la máxima conócete, acéptate, supérate.

Atendiendo a cada asunto a su debido tiempo, no obstante, no siempre las capacidades personales o las circunstancias, tanto internas como externas, permiten que resulte factible llevar a cabo este viaje solo. Sin embargo, así como Atenea, diosa de la sabiduría, tendió la mano a Ulises en su regreso a casa, los profesionales de la psicología, ampliamente versados en el conocimiento de la psique humana, pueden asistir a todo aquel que desee embarcarse en la particular odisea hacia su mundo interior. Sea como fuere, la decisión última de afrontar este desafío, o de cómo hacerlo, sólo puede tomarla una persona: uno mismo.

Si crees que necesitas ayuda psicológica ponte en contacto con nosotras sin ningún tipo de compromiso. Contacto

Moisés Vaquero García
Colaborador invitado de Avanti, Centro de psicología y mediación.

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